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viernes, abril 09, 2004

Reflexiones ácidas sobre frases célebres (Parte III). Sobre el ocio

Bertrand Russell afirmó que «el ser capaz de llenar el ocio de una manera inteligente es el último resultado de la civilización». Ociosos hay muchos, pero son pocos lo que tiene la aptitud de convertir el tiempo libre en algo brillante. El camino del hedonismo siempre es más fácil, quien hinche su vida de placer podrá considerar que hace algo inteligente, pero en la realidad miserable de un mundo globalizado y competitivo no resulta sabio dedicarse al ocio hedónico, salvo que se cuente con una fortuna para dilapidarla.

Pero la factibilidad del ocio no sólo es un asunto de riqueza, quien puede llenar su ociosidad con inteligencia es un dios, no un simple mortal. Por ello, cuando Nietzsche sostenía que «las razas laboriosas encuentran una gran molestia en soportar la ociosidad» daba las bases para una dicotomía perfecta: El mundo se divide en dos grupos, el de los tontos laboriosos y el de los mentecatos holgazanes que molestan con su existencia a los primeros, ya que les recuerdan que su camino no es el único posible. No hay superioridad intelectual de una agrupación sobre otra, ya que aquel que necesita esforzarse para mostrar resultados no es en realidad inteligente, su virtud se reduce al tesón, a la perseverancia que pone en la ejecución de algo. Los genios sólo requieren de sus brillantes mentes para obtener con mínimo esfuerzo (pero esfuerzo al fin) lo que a los torpes les implica acabarse la vida.

La diferencia entre laborioso y haragán está dada por el autoengaño y el cinismo, ya que mientras los trabajadores suponen falsamente que son inteligentes, los flojos se asumen (en el mejor de los casos) tontos pero felices. ¿Quién es más estúpido, el pobre diablo que dedica toda su vida a trabajar, sacrificando el placer, o el ocioso que muere sin pena ni gloria? La fábula cuenta que la floja cigarra murió de frío, pero la moraleja no resalta que la supervivencia de la activa hormiga consistió en tener una vidita patética al servicio de los poderosos, con la única satisfacción de la eficacia de su labor destinada a la reina de su nido. Lo cierto es que la felicidad provocada por el trabajo efectuado es hija de la resignación del humano a su condición de ente prisionero de una realidad con satisfactores escasos. La complacencia del ocioso, por el contrario, tiene por progenitores a la indolencia y a la rebelión contra la exigencia social de ser útil.

Hasta que el hombre alcance la condición superior, deberá mecerse en la dualidad equilibrante del trabajo necesario y el ocio indispensable. ¡Qué despreciable es una existencia donde se dedica más tiempo y energías a hacer lo que no se quiere para poder destinar un poco de vida a lo que sí se quiere hacer! Triste consuelo es convertir al trabajo en gusto, semejante al opio comunista de considerar feliz la condición de no atesorar riquezas.


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