domingo, enero 25, 2004
Tres perros: Ingratitud
Nunca me he sentido a gusto al citar a pensadores protestantes, pero hay una frase de Martín Lutero que me parece perfecta para guiar mis expresiones de los siguientes días. El misógino reformador alemán afirmaba que tenía “tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia. Cuando muerden dejan una herida profunda”. La bestia de hoy es la ingratitud, uno de los males humanos más despreciables, ya que quien olvida o desconoce los beneficios recibidos vale muy poco. Ingrato viene del latín ingrātus que nos recuerda a la locución latina persona non grata (persona no deseable): El ingrato no es grato (gratus), por ende resulta desagradable y disgusta, de ahí su escaso valor que sólo puede cuantificarse por los derechos de crédito que existen en su contra. El malagradecido es un pasivo de la sociedad a quien chupa como sanguijuela, los beneficios que disfruta el ingrato son débitos comunitarios, sus éxitos son producto de la vileza de sus abusos, robos o fraudes. El ingrato es, en una palabra, escoria.
Los ingratos son seres de doble moral, porque creen que tienen el derecho a que los demás les hagan favores, pero piensan que no tienen ninguna obligación de pagar con la misma moneda que recibieron. Los desagradecidos provocan desconfianza, ¿con qué cara un ingrato consuetudinario puede pedir el más mínimo favor? Si lo hace, suma a su ingratitud el defecto del cinismo e incluso el de la soberbia, al creerse más inteligente que aquellos a quienes pretende ilusamente engañar. La excesiva estimación que se tiene el cínico ingrato le hace suponer que sus potenciales víctimas no están conscientes de su inútil intento de timarlos. En esos casos, ese pobre remedo de estafador también es un desubicado porque se siente listo cuando en realidad es un imbécil.
Ojalá nos libráramos de ellos.
Nunca me he sentido a gusto al citar a pensadores protestantes, pero hay una frase de Martín Lutero que me parece perfecta para guiar mis expresiones de los siguientes días. El misógino reformador alemán afirmaba que tenía “tres perros peligrosos: la ingratitud, la soberbia y la envidia. Cuando muerden dejan una herida profunda”. La bestia de hoy es la ingratitud, uno de los males humanos más despreciables, ya que quien olvida o desconoce los beneficios recibidos vale muy poco. Ingrato viene del latín ingrātus que nos recuerda a la locución latina persona non grata (persona no deseable): El ingrato no es grato (gratus), por ende resulta desagradable y disgusta, de ahí su escaso valor que sólo puede cuantificarse por los derechos de crédito que existen en su contra. El malagradecido es un pasivo de la sociedad a quien chupa como sanguijuela, los beneficios que disfruta el ingrato son débitos comunitarios, sus éxitos son producto de la vileza de sus abusos, robos o fraudes. El ingrato es, en una palabra, escoria.
Los ingratos son seres de doble moral, porque creen que tienen el derecho a que los demás les hagan favores, pero piensan que no tienen ninguna obligación de pagar con la misma moneda que recibieron. Los desagradecidos provocan desconfianza, ¿con qué cara un ingrato consuetudinario puede pedir el más mínimo favor? Si lo hace, suma a su ingratitud el defecto del cinismo e incluso el de la soberbia, al creerse más inteligente que aquellos a quienes pretende ilusamente engañar. La excesiva estimación que se tiene el cínico ingrato le hace suponer que sus potenciales víctimas no están conscientes de su inútil intento de timarlos. En esos casos, ese pobre remedo de estafador también es un desubicado porque se siente listo cuando en realidad es un imbécil.
Ojalá nos libráramos de ellos.

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